martes, 24 de julio de 2007

Un pincel eclipsado



Toma un pincel, un poco grueso pero lo suficientemente fino como para pintar un acorde enloquecido, y lo posa en su boca mientras busca su paleta de colores. Allá esta. Sisi, a unos metros.

Se dirige hacia ella caminando casi a pequeños saltos y los observa, como si se hubieran disfrazado con sus uniformes: rojo, azul y amarillo.

Remoja lentamente los dedos de su pincil, y con verde comienza a pintar un cielo estrellado abarrotado de soles. Súbitamente se sienta frente al cuadro como en un eclipse, y continua con su obra.

Con un violeta ciruela inventa contornos de cielos esfumados y algo mareados por las manías del viento.

Con una mezcla de insomnio juguetón que baila con la hipnosis, hunde de lleno su pincel en un círculo anaranjado. Lo levanta, aterrándolo, y le provoca coalición contra la tela, que tiembla mientras grandes mareas de nubes van naciendo sin presunto dolor.

El maestro abre los ojos como dos órbitas perdidas a punto de estallar, y se queda estupefacto por unos segundos, minutos, tal vez milenios.

Despierta embalsamado, frente a su obra maestra. No le avisaron sobre el eclipse, pero no el maestro no lo sabe. No puede quitar la mirada de su obra, casi estupefacta. Todavía no descubrió porqué.

domingo, 22 de julio de 2007

El tapiz de la silla

La silla donde estuve reposando tranquila, mientras tantos relojes repetían su rutina como en un juego monótono, de repente, sin preguntar, se quebró y me dejó caer.

Caí atolondrada sobre una superficie desconocida, tapizada de espinas y acordes desafinados que desentonaban con mi pasado. Furiosa, quise salir corriendo, pero me equivoqué. Salté exaltada, sin darme cuenta que me estaba lastimando aún más. Que las espinas profundizaban el dolor.


Estuve allí durante algún tiempo, pensando cómo era posible tal maldición, tal caída. Es que simplemente no lo podía entender. Hasta que dejé de dar vueltas, de buscar la racionalidad dentro de lo que parecía ser tan irreal.


Poco a poco empecé a acostumbrarme, a dejarme llevar. Las espinas me recordaban su presencia de cuando en cuando, pero intentaba mirar a un costado, ignorarlas. Cuanto más intentaba hacerlo, menos marcas dejaban. Se iban transformando lentamente. El filo se suavizó, y mi cuerpo se zambulló en una nube.


Las marcas más profundas dejaron cicatrices, que resplandecían cuando alguna lágrima las alumbraban. Guardé una espina en mi bolsillo, que me recuerda su presencia de cuando en cuando.