martes, 24 de julio de 2007
Un pincel eclipsado
Toma un pincel, un poco grueso pero lo suficientemente fino como para pintar un acorde enloquecido, y lo posa en su boca mientras busca su paleta de colores. Allá esta. Sisi, a unos metros.
Se dirige hacia ella caminando casi a pequeños saltos y los observa, como si se hubieran disfrazado con sus uniformes: rojo, azul y amarillo.
Remoja lentamente los dedos de su pincil, y con verde comienza a pintar un cielo estrellado abarrotado de soles. Súbitamente se sienta frente al cuadro como en un eclipse, y continua con su obra.
Con un violeta ciruela inventa contornos de cielos esfumados y algo mareados por las manías del viento.
Con una mezcla de insomnio juguetón que baila con la hipnosis, hunde de lleno su pincel en un círculo anaranjado. Lo levanta, aterrándolo, y le provoca coalición contra la tela, que tiembla mientras grandes mareas de nubes van naciendo sin presunto dolor.
El maestro abre los ojos como dos órbitas perdidas a punto de estallar, y se queda estupefacto por unos segundos, minutos, tal vez milenios.
Despierta embalsamado, frente a su obra maestra. No le avisaron sobre el eclipse, pero no el maestro no lo sabe. No puede quitar la mirada de su obra, casi estupefacta. Todavía no descubrió porqué.
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